Albert Camus encuentra el sentido

En el libro «El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus», el pastor metodista Howard Mumma, amigo del Nobel francés, narra el encuentro con Dios del famoso escritor.


Albert Camus - premio Nobel de Literatura, agnóstico, como suele decirse-, mediado el siglo XX, escribía en un artículo titulado La crisis del hombre: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los muertos se les puede hacer honores o se les puede tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor... Si nada es verdadero o falso, nada bueno o malo, si el único valor es la habilidad, sólo puede adoptarse una norma: la de llegar a ser el más hábil, es decir, el más fuerte. En este caso, ya no se divide el mundo en justos e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina tiene razón». El artículo causó fuerte impacto en Europa.

Camus comprendía que si no hay verdad, de leyes sólo queda la de la selva. El héroe que brota de esas premisas es Sísifo, el hombre que se mofa de los dioses, menosprecia su propio destino y mira estúpidamente cómo una y otra vez se le cae el peñasco que había empujado hasta una cima, para tornar a subirlo, sin saber por qué, sin lograr nunca un atisbo de finalidad, de sentido a su vivir. Camus intentará encontrar un sentido para Sísifio, para todos los sísifos del mundo: el hedonismo.

La cuestión del sentido era la cuestión de Camus, al extremo de afirmar: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones». No le faltaba cierta razón. Camus, era "un pensador respetable", como diría Spaemann, no un agnóstico que trivializara el problema del sentido de la vida. Reconocía honradamente que la filosofía del absurdo era impracticable, incluso inimaginable. Se daba cuenta de que sin duda unas conductas valen más que otras. "Busco el razonamiento que me permitirá justificarlas", declaraba en 1946, a un periodista de Le Litteraire. Yo escribí hace bastantes años: «murió sin hallarlo», en un artículo titulado "Si Dios no existiera". Afortunadamente me equivoqué.

Hoy sabemos que el buscador de sentido, lo halló. Lo conocemos gracias al pastor de la iglesia metodista Howard Mumma, quien cuarenta años después de la muerte por accidente de automóvil de Albert, ha revelado una parte sustantiva y sustanciosa de las conversaciones que mantuvo con éste en París. La editorial Vozdepapel, dentro de la colección Veritas, las ha publicado en un libro titulado "El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus", con Prólogo de Daniel Sada y Estudio introductorio -semblanza muy ilustrativa del Nobel francés- de José Angel Agejas. Constituye un volumen de 180 páginas de gran interés.

Por mi parte no haré recensión del libro sino unas consideraciones que su lectura me han suscitado a partir de una de las últimas palabras de Camus a Mumma: «Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!», que desmonta tantos clichés fabricados sobre el autor de "La peste" y tantas otras biografías que desconocemos en su entraña. Con la publicación de este testimonio de primera mano, se presta al mundo intelectual contemporáneo una múltiple lección.

Quizá cabe decir ante todo que nos hallamos, una vez más, ante el cumplimiento de la palabra del Verbo encarnado: «el que busca, encuentra». El «caso Agustín» en sus múltiples variantes es y seguirá siendo una constante histórica.

Una observación para el lector crítico de las ideas: no siempre una obra literaria – lo mismo que una obra teatral o cinematográfica- pretende asentar una tesis a través de los personajes creados; no siempre el autor ofrece soluciones a problemas humanos: cuenta historias reales o inventadas, o entreveradas. No resuelve problemas –ni tiene por qué hacerlo-, los plantea al lector inteligente. Para resolver problemas existen otros géneros literarios: tratados, ensayos, etc. Es bueno que el autor dé pistas para que se le comprenda, pero no hay que esperar que una novela, un cuento, El Señor de los Anillos de Tolkien, La peste de Camus, una película genial como Crash de Paul Haggis, incluso algunas historias de la Biblia, constituyan un tratado o un capítulo de Moral. Por esta misma razón, hay obras para las que no «todos los públicos» están preparados y constituye una responsabilidad para quien posee alguna autoridad moral, advertirlo.

Acaso ahora convenga a los estudiosos releer a Camus a la luz de las revelaciones de Mumma. Ignoro cuál será el resultado. De momento me parece oportuno traer a la memoria lo que en cierta ocasión aconsejaba el profesor Leonardo Polo. A los autores, decía, hay que interpretarlos siempre in melius, no in peius; es decir, no en el peor, sino en el mejor de los sentidos posibles. Muchas veces vamos en busca de la interpretación más desfavorable de una obra o de unas palabras de otro, incluso en la conversación doméstica, para regodearnos en una crítica desabrida y establecer un monólogo sobre la verdad incuestionable de nuestras propias ideas contra un supuesto enemigo, en realidad inexistente. Tal vez se trata de un náufrago que nos pide auxilio, o simplemente un interlocutor a quien le interesa un diálogo.

No es menos cierto que un autor, un artista, escribe o actúa no sólo para sí, si es que publica su obra, como es sólito. Por tanto, ha de calibrar los efectos de sus actos en los potenciales lectores o espectadores. El autor, el artista, es un ser responsable como el que más, o más que el que más, porque, si es relevante, su influencia puede ser de gran alcance. En rigor, no se puede decir que una obra de arte es «buena» si induce al mal, aunque esté realizada con «buena técnica». Una cosa es la «técnica», otra distinta el «arte». Puede haber técnica sin arte; más difícil es que haya arte sin técnica. Ni una ni otra están por encima del bien y del mal. Esta afirmación podría ser matizada. Lo que no tiene duda es que el autor de ninguna manera está por encima del bien y del mal. Esta es la gran tentación del hombre de todos los tiempos, ponerse por encima del bien y del mal, en cierto sentido «tomar el lugar de Dios», como dice Mumma, a lo que Camus responde: «Hay muchos problemas que surgen de esto, de que los seres humanos intentan hacer de Dios» (p. 98). En rigor, tampoco Dios está por encima del bien y del mal, Dios es el Bien sin mal, es la Sabiduría y la Belleza (Mumma, por cierto, pastor metodista, no entiende la interpretación católica del pecado original, aunque es válida casi toda su interpretación simbólica del relato bíblico).

Quizá ahora, un profesor competente pueda proponer una nueva lectura de Camus. No es malo presentar en una novela, en una obra de arte, cuestiones arduas; no es malo presentar el mal que hay en el mundo y en el ser humano. Puede ser útil para enseñar a evitarlo. Decía que lo malo de un libro, de una obra de teatro, de un film, es que induzca al mal, con ideas o con imágenes. Aunque la técnica sea refinada, o si se quiere, perfecta, si induce al mal, carece de bondad. No es buena obra de arte.

No se trata de caer en ninguna especie de angelismo ingenuo. Que Jean Paul Sartre escribiera una obra de teatro cuyo tema central era la Navidad, no le convierte en un «autor cristiano». Su ateísmo era militante y algunas de sus obras causan graves daños a la moral de muchos. Por tanto, deteriora su personalidad y su libertad. Con todo, Tatiana Gorisceva bajo la férrea censura soviética anticristiana, llegó al cristianismo a través de las obras de Sartre, las únicas a las que tenía acceso del mundo occidental, las únicas en las que percibía el aliento de la libertad, aunque para el autor fuese una condena: ¡las raíces cristianas de Europa, mal que pese a tantos! El cristianismo late en el viejo continente hasta en sus ateos más conspicuos.

Pero, en este sentido, nada tienen que ver la actitud de Camus y la de Sartre. No es justo meterles en el mismo saco del existencialismo ateo. Entre ellos se fraguó, y se frustró, significativamente, una amistad (influencias y diferencias vienen reflejadas en el libro citado). Camus anhelaba valores, sentido; Sartre quería ser creador de valores y de sentido, es decir, dios. Para Sartre, el ateísmo era una premisa dogmática y, en rigurosa consecuencia, el hombre una pasión inútil; y la libertad, una condena. Aunque… también le llegó a Sartre la hora de la verdad: días antes de su muerte, el diario Le Nouvel Observateur recogió uno de sus últimos diálogos con un marxista: «No me percibo a mí mismo como producto del azar, como una mota de polvo en el universo, sino como alguien que ha sido esperado, preparado, prefigurado. En resumen, como un ser que sólo un Creador pudo colocar aquí; y esta idea de una mano creadora hace referencia a Dios». La antigua compañera de Sartre, Simone de Beauvoir quedó alucinada. Todos mis amigos -declaró-, todos los sartreanos, todo el equipo editorial me apoyan en mi consternación. Verdaderamente, si Sartre rechazó el absurdo de concebir la vida en el contexto del universal azar a cambio de la creencia en los designios de un Creador, puede comprenderse la consternación de sus colegas (Cfr. Norman Geisler, en The intellectuals Speak out About God, Chicago 1984). Lo más difícil de entender es la cortina de humo que la «cultura» del absurdo, el nihilismo, echa siempre sobre cualquier rayo de luz que pueda despertar la esperanza del hombre en la trascendencia.

Sartre y Camus fueron víctimas diferentes de la tremenda hecatombe ocasionada por la Segunda Guerra Mundial. Una inmensa ola de dolor sumerge al mundo a partir de 1939. Los espíritus inmunodeficientes se hundieron en un pesimismo radical. Lo revela Camus al final de La peste. Estremece: Las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reaundarán su ciclo de pesadilla: «Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste [léase "el mal"] no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa». Camus no sabía aún que la historia del tiempo futuro no está escrita; que depende de un don de Dios: la libertad limitada pero real del hombre, capaz de utilizarla bien o mal. He aquí nuestra responsabilidad.

Me gusta pensar que la misericordia de Dios es tan grande que se agarra a un clavo ardiendo por salvar a un solo hijo. A la hora suprema de la verdad, hasta la soberbia humana –no así la diabólica- puede ser abatida por el Dios que «es» Cáritas, como recuerda la gran encíclica del papa Benedicto XVI. La Cruz es el signo del Amor infinito que revela el sentido de la existencia humana en un mundo en el que el trigo y la cizaña crecen juntos, porque la Cruz y la Resurrección forman en Cristo -Palabra, Razón y Sentido de cuanto existe- una unidad indivisible que conduce la Historia más allá de sí misma.

Según el testimonio de Howard Mumma, Albert Camus, encontró un bautismo que la Iglesia reconoce como «pasaporte» válido para la entrada en el Reino de Dios: el bautismo de deseo. Ahora la lectura de Camus se convierte, para el estudioso, en la lectura de un buscador de sentido, largo tiempo insatisfecho; que busca y no encuentra. Procura incluso apartar de su mente la cuestión, se limitar a preocuparse de su prójimo sin saber por qué, como el doctor Tarrou de "La peste". Tras múltiples frustraciones y desalientos, EL SENTIDO le sale al encuentro. Ya lo toca con la punta de sus dedos. El automóvil se estrella. Ya basta de búsqueda. Es suficiente. Ha valido la pena.

La honestidad intelectual, la virtud humana, el respeto al otro, la búsqueda, aunque a tientas, facilita el encuentro de la verdad, mejor aún, facilita el reconocimiento de la Verdad que está ahí y nos busca, nos llama, hasta el último momento. Deus, cáritas.

Fuente: arvo.net 
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